| Los inmortales. Éste es el nombre  que nos evoca continuamente la presente novela de Poul Anderson. Escrita tan sólo tres años después de la famosa película  protagonizada por Chistopher Lambert, La nave de un millón de años parece beber mucho de aquella fuente pero aporta mucho más.  Estamos ante una novela reflexiva que combina historia y análisis filosófico de  la evolución de la humanidad. Tratada toda ella de forma muy amena y con una  prosa envidiable, Anderson hace un recorrido de miles de años por la  historia, tanto pasada como futura, acompañado por una serie de personajes que  tienen una habilidad especial: No envejecen. Estos personajes serán los conductores,  siglo tras siglo, de la historia de la tierra y se convertirán sin quererlo -  tal como menciona la contraportada- no en viajeros del tiempo si no en viajeros a través del tiempo. Ellos  contemplarán las alegrías y penurias de la humanidad... ellos serán  protagonistas pero también tendrán que convivir con la incomprensión, el miedo  y la envidia y siempre estarán perseguidos por los que no entienden su naturaleza.  Los inmortales pueden reproducirse pero sus hijos se convierten en mortales.  Tienen que cambiar de identidad centenares a veces, trasladarse cuando ven  peligrar su vida, viajar e intentar encontrar a otras personas poseedoras de la  misma capacidad, todo para combatir la soledad o para crear vínculos en un  mundo que les es totalmente extraño. Ésta es su particular cruzada y Anderson aprovecha para invertir sus profundos conocimientos de historia. Desde  el siglo III a.C hasta 1975, encontraremos multitud de  épocas donde los inmortales buscan a sus congéneres o descubren su propia  inmortalidad. Algunos tienen más de 3.000 años, otros tan solo 200, pero todos forman parte de una mutación que parece que el universo  ha preparado para que la raza humana llegue un paso más  allá. La novela sin embargo, está descompensada.  Si durante 3/4 partes del libro repasamos acontecimientos históricos  (curiosamente casi siempre en escenarios secundarios: La Burdeos romana, Palmira -cristiana e islámica-, escandinavia, Constantinopla, Ucrania, las estepas americanas, el asedio de Stalingrado...) y donde destaca el capítulo donde aparece al  único personaje histórico de relevancia: el cardenal Richelieu; el último cuarto de libro está dedicado al futuro de la  Tierra. Y ciertamente éste habría debido de posseer la misma relevancia que el  pasado y no es así en absoluto. Eso significa que los saltos entre años y  siglos son más pronunciados, que la acción se vuelve menos fluida y que la  evolución de la humanidad se trata de forma menos esmerada. Pero en este último tramo de la novela es  donde vemos que quería llegar Anderson: Las mutaciones,  las extravagancias de la genética, propician que unos supervivientes piensen  diferente de sus congéneres, y que finalmente 8 inmortales puedan viajar a las  estrellas donde los espera una época de descubrimientos pero también de  acogida.
 Una buena novela pues, pero entre la longitud excesiva de la primera parte  (aunque cada capítulo es muy interesante de por si, no hacía falta  escribir tantos) y la poco mimada segunda parte, nos da como resultado una obra  que pasa de la excelencia a la pasividad en algunos tramos: La falta de tensión  de algunos capítulos es evidente y además hay que decir que el autor no  profundiza igual en todos los inmortales y dedica más capítulos a algunos que a  otros. Eso también desequilibra la novela en algunos momentos.
 Hay que añadir que a pesar de sus páginas y  las similitudes con la mencionada película, La nave de un millón de años, por su trascendencia, es una de las novelas más aplaudidas de Anderson -yo todavía me decanto, sin embargo, por exaltar La espada rota. Sea como sea es una lectura muy recomendable para  cualquier lector -esté avezado a la ciencia-ficción o no- y que se merece  sobradamente un notable. Eloi Puig, 04/09/09   |  |